El Armario





Era un armario ropero precioso estilo modernista, hecho en madera de caoba con una luna hermosísima, en la cual verse de cuerpo entero.

Fue lo primero que capto mi atención cuando me enseñaron el cuarto, dije que si, acepte las condiciones y le di una cantidad en efectivo sin comprometerme en cuestión de fechas, la verdad es que no sabía cuántos día pensaba estar.

El resto de la habitación estaba en consonancia, me hizo gracia instalarme en una habitación, que podía perfectamente ser de mis abuelos.

La cama, una pieza también digna de un museo, era de un tamaño que permitía, el descanso y la holganza, con una buena compañía.

Le di las gracias a Carmina la hija del hostelero, por ayudarme con el equipaje, noté como le aparecía un cierto rubor mientras me enseñaba la habitación, al hacer yo la broma respecto a la cama.

Así que me callé y me dispuse a instalarme, coloque mis cosas en el baño adyacente, deshice la maleta llenando el armario y puse mi portátil, encima de una mesita que hacía las veces de escritorio,  mientras hacía todo esto, paso el tiempo necesario para bajar a cenar.

Cuando abrí el armario me pareció oír una musiquita, pero no la relacioné en el momento, dando por descontado que vendría de los salones de la planta baja.

Antes de bajar a cenar, abrí el balcón, me gusta estar en sitios aireados y con frescor natural. Era de dimensiones reducidas pero permitía la ubicación de una mesa y un par de sillas.

El comedor era un salón, no excesivamente amplio, condicionado por una mesa larga en medio, lo que hacía estar las demás, demasiado juntas entre sí, lo que hacía participar de cualquier conversación.

Cuando acabé de cenar ligero pero apetitoso, una buena ensalada con productos del propio huerto de la casa y unos salmonetes, en su punto exacto de fritura en un buen aceite de oliva.

Acompañados por un fiel y seguro vino Monopole blanco, reservado convenientemente en su cubeta con hielo, todo el menú fue una delicia.

Me trasladé al bar, donde tras dar un vistazo a las diversas marcas expuestas, sin interesarme ninguna, le pregunté al dueño si no tenía algo más para ofrecer, raudo y presto, me puso delante una botella de Talisker, que enseguida tuvo todas mis bendiciones.

Tras leerme la prensa local, mientras una tele, de inmenso tamaño, copaba la atención de todos los presentes, por la retrasmisión de un partido de futbol, opté por retirarme.

Una vez en la habitación, intente escribir en el ordenador, pero sea por el calor, el cansancio del viaje, la falta de una idea clara, el texto no acababa de salirme.

Me estiré encima de la cama, cogiendo un libro para casos desesperados (algo referente a una vuelta por la ciudad de Dublín) y que no me faalla nunca.

Al cabo de un rato, no sé cuánto, me encontré sumamente aturdido tras despertar por el sonido, que de una manera insistente se propagaba por el cuarto, descubrí que salía del armario.

Tras buscar las gafas, que estaban en el suelo, y ver que eran las tres de la madrugada, bebí un trago de agua de la botella que había subido.

Me quede observando el armario, lo abrí un poco estúpidamente, pensando lo ridículo que estaba, allí contemplando mi ropa colgada  de unas perchas.

Hasta que la volví a oír, esa suave tonadilla, que parecía salir del fondo, acabe forzando el ridículo del todo, metiéndome dentro y pegando la oreja en fondo del armario.

Entonces ocurrió lo imprevisto, se cerró la pesada puerta con espejo, del armario de principios del siglo XX, con incrustaciones de marquetería, tras de mí, dejándome en su interior a oscuras, con una camisa por gorra y un pantalón por chal. 

Intenté en vano salir, empujando la puerta con las plantas de los pies, pues estaba de rodillas, pero no hubo manera.

Tendría guasa que estuviera pasada la llave, por el fantasma de aquel caserón, con más de trescientos años, pero ni mis bromas me causaban gracia.

En esto, la musiquilla fue a más, convirtiéndose en una melodía, qué empezó a envolverme, hasta distraerme de mi situación, que empezaba a ser angustiosa, llevándome a una especie de trance, o eso es lo que me parece, ahora al recordarlo.



Continuará ( si mis estimados lectores lo consideran oportuno )


  



Una copa a medianoche








Una copa a medianoche

Cuando me llamo por teléfono no noté nada extraño, la brevedad de la conversación y el tono en ella no me pareció en nada diferente, a la de ninguna otra vez precedente.

Así fue como lo hice constar en mi declaración ante la policía, cuando me comunicaron la desaparición de Marta y de que era el último interlocutor que tuvo con su móvil.

La noche de autos, así es cómo se dice en la jerga de la bofia, habíamos quedado en encontrarnos en una conocida discoteca de la ciudad, que solía cerrar tarde y en la que, en esa última hora, se podía escuchar jazz.

Nos encantaba encontrarnos y estar una hora más o menos, charlando de nuestras cosas, mientras degustaba una buena malta y ella se conformaba con una de esas infusiones de moda.

La única diferencia con otras noches fue que no se presentó, no le di mayor importancia, aunque le llamé para decirle que me iba a casa a dormir, pues era ya tarde, pero su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

Nuestra relación, era de una naturaleza un tanto liberal, para según qué usos y costumbres, pero no tenía nada de extraña y nos entendíamos la mar de bien.

Realmente me empezó a preocupar cuando la mañana siguiente seguía sin contestar mis mensajes, cosa inusual en ella.

Cuando su marido denunció su desaparición y la policía reconstruyo sus últimos pasos, encontraron el teléfono estrellado en el suelo del garaje, donde guardaba su flamante MX5, incomodísimo por cierto, lo cual les llevó hasta mí. Triste coprotagonista de esta historia.

Cuando el fiel Pierre, barman de la zona vip, declaró que estuve todo el rato en la barra, esperando tranquilamente mientras me tomaba mi copa, el inspector González, encargado del caso, comentó que coincidía con la hora en que se suponía había desaparecido la víctima.

La pobre Marta, había pasado en pocas horas de desaparecida a víctima, lo cual aún me intranquilizó más, mostré mi extrañeza por todo el asunto y declaré que no tenía ningún sentido, no era una persona adinerada, ni conocedora de ningún secreto de estado, o de alto valor industrial.

Cuando se me preguntó como sabía tanto de ella, me limite a decirles que éramos buenos amigos, de esos que se lo cuentan todo, me miraron con cara de decir. ¡Sí Claro! Y se miraron entre ellos con complicidad.

También les dije, así como de pasada, que no era muy feliz en su matrimonio, y temía una acción violenta de su marido, dado que tenía un carácter agresivo e inestable.

Juan Carlos era un hombre ya maduro, bastante mayor que ella y últimamente, dado que se había quedado en paro, por culpa de la maldita crisis, le daba a la bebida un poco más de lo recomendable.

Era director comercial en una empresa de artículos auxiliares para la construcción, actualmente en concurso de acreedores.

El inspector González averiguó enseguida, era una persona muy competente, que la prima de seguro de vida, era una cifra muy importante.

Cuando gracias al GPS, encontraron el coche en el fondo de un acantilado de las costas de Garraf, sumergido en el agua, pero sin rastro de su propietaria, empezaron a hacerle más preguntas a su marido.

Era el único beneficiario con su desaparición, no tenían hijos y los padres de ella hacía años que murieron, tampoco tenía hermanos.

Claro que un juez tarda mucho tiempo en declarar fallecida a una persona desaparecida, y su situación económica no le permitía esperar mucho.

El caso quedó sin aclarar, Juan Carlos, desesperado por su situación, acabó ahorcándose antes de que se ejecutara su desahucio por impago de la hipoteca.

Al año, cosa inusual normalmente, Marta fue declarada judicialmente muerta y la póliza fue abonada a la madre de Juan Carlos, que estaba en una residencia para gente con problemas de Alzheimer.

Yo me entere de todo, no mucho más tarde, pues ahora vivo en Brasil, todo aquello me afectó de forma tangencial.

Ahora estoy viviendo con Laura, dejó su trabajo de asistenta social, y nos venimos más o menos por la misma época, nos encanta charlar, escuchar jazz y bossa, y tomarnos unos daiquiris, por la noche.

Ya no toma infusiones de moda.

   


Contrabandistas de pacotilla



Foto de I.C.C.






Contrabandistas de pacotilla

Recuerdo, cuando en un tiempo no muy lejano, no digamos cuanto porque no viene a cuento, hicimos una escapada a Andorra; para comprar un equipo de música  portátil, de esos con CD, mp3,  radio y lo que haga falta.

Como es un  país libre de aranceles, impuestos, iva y demás zarandajas sobre los bienes de consumo, pues resulta todo más barato.

Así que es habitual ir a comprar toda esa colección de chorradas, que van saliendo periódicamente y qué se suponen necesarias, pues nos hacen la vida más fácil y agradable, en nuestra residencia.

Andorra es un país pequeño, con varios pueblos ó parroquias, dos de ellos más importantes, con una carretera que les une y permite ir de Catalunya a Francia, pasando por una especie de calle comercial, repleta de establecimientos de todo tipo, tiendas pequeñas y especializadas, otras más amplias  con bonitos escaparates y evidentemente más cosas, y luego están los grandes almacenes que tienen de todo.

Es el paraíso del consumismo, con un apartado especial para bebidas alcohólicas y tabacos, como anécdota al respecto, hay que decir que hace poco se ha condenado a todo un exconseller de governació, del molt honorable govern de la Generalitat catalana, que llegó al poder con un lema tan sugerente como “Mans netes”. Por tráfico en cantidades industriales de dicho artículo.

Con lo cual es normal, para los que vivimos relativamente cerca, hacer una excursión hasta allí, sufrir las caravanas para poder entrar y salir, asumiendo el posible riesgo de ser revisados en la aduana, sino declaramos  previamente lo que llevamos, nuestro más que  seguro exceso de equipaje.

Hay también un reconocido movimiento de capitales, pero eso es otro asunto.

Tras las compras de rigor, siempre acabas por coger más cosas de las previstas, las cuales repartes por el coche, intentando minimizar la apariencia de exceso de mercancía, susceptible de ser objeto de pago de tasas al entrar en territorio nacional.
 Más la multa de rigor si te registran el vehículo y te cazan.

Cuando estás en la cola de salida, esperando con los dedos cruzados que no te hagan desviar a donde se realizan los registros, y contestas con el aplomo propio de jugador de póker empedernido, que no llevas nada para declarar.

Entonces surge el canijo ese con hombreras, y cara de úlcera, que no se le ocurre otra cosa que decirte, ponga el coche ahí, bájense y abra el maletero, por favor.

Entonces haces un repaso rápido de todo lo que llevas y de cuanto puede costarte la broma, y dices a los compañeros de viaje, tranquilos no pasa nada, es pura formalidad.
Y sudas, sudas mucho, da igual el tiempo que haga, eso no influye para nada.

Por suerte el encargado de la inspección, ocular es un agente joven, con pinta de recién salido de la academia, de esos tiernos y susceptibles de engatusar contándoles un cuento lacrimógeno, de que todo son  recuerdos para la familia y esas cosas.

Observó con calma, el batiburrillo en el que estaba convertido el maletero, con ropa, botas, revistas, bolsas con comida y todo eso, puesto de cualquier manera.

Tuvo en cuenta que superábamos por poco la cuota de cigarrillos y alcohol permitidos por persona.

Cerró el maletero y nos dijo que podíamos pasar, subimos al coche, y al arrancar nos dijo, escuetamente, buena música, mirando el aparato encima del asiento trasero, nuevo de trinca, flamante, reluciente.


Un apartamento con vistas

                                         Foto Lenka21




En un pueblo costero, con casas a tocar de la playa,  de empinadas callejuelas blancas, buscando la luna, en su ascenso retorcido hacia una vieja capilla en lo alto del cerro.

Una vieja casa restaurada, de las que en tiempos fuera de pescadores, acoge a una pandilla de jóvenes ociosos, de fin de semana.

Un amplio ventanal nos muestra el mar, el día hace poco que se ha instalado y el agua todavía está en una calma perezosa, antes de espumear tras su descanso nocturno.

En el interior del apartamento veraniego, se encuentra un grupo de amigos. Apurando los restos de una noche loca, de asueto y diversión,  pasada por algo de alcohol y juego de naipes.

Los colores amortiguados con la luz del alba, recuperan su esplendor a medida que el astro rey impone su dominio.

El olor en la estancia, hace rato que ha superado con creces, los límites aceptables, para un olfato digamos normal.

Es ocre áspero, gracias al tabaco consumido  y el humo de la chimenea, impregnando nuestras ropas e impactando en  nuestras narices.

La música de un gramófono portátil suena a un nivel de decibelios superior a lo que los posibles vecinos podrían soportar,  pero no es algo que preocupe, al no estar en plena temporada veraniega.

Así que la estridencia rockera suena a gusto de lo que sus principios exigen, a pleno volumen.

Los restos de la cena, el resopón y el desayuno primerizo, se amontonan en la mesa auxiliar, dada que la principal está ocupada por las cartas, los ceniceros desbordados y vasos conteniendo brebajes varios.

La concentración es máxima, pues el desenlace está cercano, quedan poquísimas rondas y el honor del vencedor está en juego.

En un sillón, ajeno a la partida, un ávido lector da cuenta de un libro, del cual extrae párrafos, citándolos en voz alta, para ser atendido por los jugadores, esperando en vano su comentario, ensalzando la grandeza de la obra literaria.

Los cuales con muy buen tino, optan por dedicarle palabras afectuosas y sentidas, para que se calle de una vez, y deje que la partida concluya felizmente.

Pero insiste en su tozudez de inculcar algo de luz en sus abotagadas cabezas, según él demasiado pendientes de las ofertas mundanas.

Las carcajadas responden a sus  declamaciones de los párrafos más contundentes, dignos de mejor suerte.

Cerrando el libro con la insatisfacción propia que se tiene, cuando algo tremendamente  sugerente se acaba.

En ese momento, ya con el día puesto de largo, se oyen voces hablando atropelladamente  y ruidos propios del despertar de habitantes femeninos.

La reacción del anfitrión es sorprendentemente veloz: Hemos de espabilar, las chicas aparecerán en cualquier momento y mi hermana tiene malas pulgas. No nos dejará salir hasta que esté todo recogido.- Dice de manera atropellada.

Horror, como se puede pedir a un poeta, unos tahúres, unos revolucionarios de manual, tamaña ignominia.

Desaparecemos todos precipitadamente, camino de las habitaciones, a dormir lo que queda del día.

En esto suenan unos golpes secos en la puerta, las chicas acuden a la puerta, preguntando. ¿Quién es?

Una voz grave, rotunda, acostumbrada a imponerse en cualquier circunstancia, responde: Guardia Civil, ¡Abran, por favor!

No ha lugar resistirse, ellas temblorosas abren con presteza, contemplando dos hombres de verde cubiertos con un capote que les salvaguarda del relente matinal frente al mar.

Serios, circunspectos, con sus naranjeros al hombro, les ruegan a nuestras compañeras de piso, que se sirvan bajar el volumen de la música.
Temblorosas, apesadumbradas, sin explicar que nada de eso va con ellas, obedecen rápidamente, excusándose repetidas veces.

Nosotros, a punto de saltar por las ventanas traseras, ventajas de una planta baja, contenemos nuestros ímpetus y nuestros conatos de risa, al constatar que el peligro ha pasado.

Unas hojas, caídas de una revolución pendiente, se consumen en el fuego de la chimenea,

Todo está controlado, el país está en paz.




SUEÑOS


Foto obtenida en Internet



Hay algo que me preocupa, siempre que sale a colación, por ejemplo a  la hora de la comida, en el trabajo, en que se buscan temas generales, para ser comentados, el de los sueños es un tema recurrente, en el  que todos participan menos yo.

Nunca los recuerdo, tengo una vaga idea, pero solo de los momentos previos al despertar y, es más algo que quiero hacer, qué no una imaginación onírica.

En esos momentos, en que más lo echo a faltar, por ser diferente al resto de mis compañeros, intento en vano concentrarme en recordar, dado que ellos dan por imposible no tenerlos.

Y yo les digo que ya sueño despierto, pero claro no es lo mismo, incluso comentan, pocas veces, haber tenido pesadillas, esos malos sueños que achacan a las malas digestiones o a el exceso de alcohol.

Las mujeres son las más soñadoras, con historias más completas, disfrutadas y  recordadas con satisfacción.

Los compañeros, son más prosaicos e incluso se guardan algunos por pudor, les cuesta mostrar sus momentos de imaginación descontrolada.

Pero mi caso es tremendo, he buscado información, he leído diversos artículos sobre el tema, me tragué la interpretación de los sueños, no sé para qué, si no tengo nada que interpretar.

Y así sigo, con esa cara de besugo, sin poder aportar nada, ni tan siquiera improvisando, pues no tengo ni idea de cómo viene un sueño, ni cómo se siente uno con él.

Paso las noches dormido como un tronco, eso sí, me cuesta poco dormirme, en cuanto me instalo en la cama, me quedo dormido.

Me voy a dormir pronto, me gusta levantarme temprano y dejar la casa recogida cuando me voy y, eso cada vez me lleva más tiempo.

Tengo que recoger cuchillos, que siempre se han de limpiar, ropa normalmente femenina, que pongo en la lavadora, junto con mis guantes de cabritilla, que uso unos limpios a diario, pues siempre está todo ensangrentado, hecho una perdición.

Una vez toda recogido, me voy más tranquilo, pero siempre me queda esa inquietud de no saber, qué ha pasado por mi cabeza, durante la noche. 

Aunque todos me dicen: 
"Es imposible que no sueñes Jack, es que no te acuerdas de nada".

FAMILIA







La tenue luz del alumbrado público, con su tono amarillento, totalmente acorde con los nuevos tiempos, que  priman  evitar el  despilfarro de permitirnos ver de noche.

Y así de paso evitar la contaminación lumínica, no molestando a los pájaros, instalados en los árboles. En su descanso nocturno.

Eso hacía que aún fijándonos mucho, no pudiéramos ver nada y menos aquel oscuro cañón, que apenas asomaba, apoyado en la ventana de la vieja caseta del guarda.

Apostados con sigilo, los coches dejados a cierta distancia, con las luces de emergencia apagadas, presentados sin sirenas, esperábamos una señal para acceder a la finca.

Los informantes, una familia angustiada por el rapto de su septuagenario  padre, comentaron que los secuestradores parecían hombres de una gran violencia.

No les dijeron que en realidad el viejo había abandonado la mansión, yéndose a la construcción anexa a la entrada principal de la finca, donde fue acogido por los guardas, en realidad el jardinero y su mujer, la cual realizaba trabajos de todo tipo para el dueño.

Pese a los intentos por parte de la pareja, para que regrese a su hogar, el viejo persistía en decir que querían acabar con él, qué lo estaban envenenando poco a poco, lo notaba por la pérdida continua de fuerzas y la somnolencia permanente.

Así que ahí seguía, con la vieja escopeta de caza, vigilando el camino, a la espera de que vieran a por él, con la sana intención de llevarse antes alguien por delante.

Había estado todo el día sin tomar nada, ni agua siquiera, había despedido a la enfermera que le cuidaba, un sargento de caballería, de lo que ya no se estilaba, sin ningún encanto para tratar con ancianos faltos de cariño.

Por suerte su secuestradora, que con los años había ido conociendo sus gustos más primarios, le preparo un buen plato de arroz, hecho con las verduras del huerto que su marido tenía en la trasera de la casa, eso y una buena cerveza, de las que tenía prohibidas por una doctora, que no tenía ni idea de que un alimento tan antiguo, no perdura porque sí, a través de los siglos.

Se estaba replanteando el hecho de quedarse en la caseta a dormir, pero si lo hacía, sí que lo secuestrarían de verdad, aquella pandilla de impresentables, a los que en mal momento dejo usar su apellido.

Mientras tanto en la casa principal, la inspectora Paula, acompañada por el subinspector Mateo, intentaban mantener una conversación aclaratoria de lo ocurrido con la familia en general y su portavoz en particular.

Un chico de doce años, que parecía ser el único medianamente cuerdo entre aquella extraña familia.

Al principio se pusieron a hablar todos de golpe, dando cada uno una versión diferente de los hechos acontecidos, a saber cuando había desaparecido el patriarca, de qué forma, que mensaje les habían enviado, cómo había sido, que pedían los secuestradores. Etc. etc. etc.

Sólo Pablo, dejando su tablet en el regazo, poniendo cara de infinito cansancio, puso un poco de luz en aquel galimatías de respuestas contradictorias.

El fue el que indico, el disgusto del abuelo con la enfermera asignada, el descontento de éste con el trato familiar recibido y el hecho de qué se hacía mayor a marchas forzadas.

Lo menos coherente de toda la historia, es que los secuestradores pidieron, como condición inamovible para liberar al viejo, que la familia desalojara la mansión y sólo se podían llevar sus efectos personales y además andando, nada de utilizar ninguno de los vehículos del garaje.

El chico podía quedarse.